27 jun 2012

Poker, putas y tuertos

Tiempo aproximado de lectura: 5 minutos.

Salía nervioso de la timba de poker. No entendía porque el imbécil de Jack no dejaba fumar en su casa. Se lo había dicho mil veces: “Maldita sea Jack, es una timba de póker, ¿cómo vas a prohibirlo?”. Y siempre contestaba lo mismo “Puedes joderme la cartera, pero no los pulmones”. Y con esa hippiada de mierda destrozaba un muro de tópicos. Me jodía, pero siempre le dejaba tieso, así que me iba contento.

Como todos los miércoles, iba tomarme unas cervezas después de la partida. No hay muchos bares abiertos a las 4 de la madrugada. La mayoría de la gente está borracha a esas horas como para darse cuenta, pero si realmente buscas un bar tranquilo donde poder beber sin más, no resulta tan fácil. Joe’s era el sitio. La dueña se llamaba Sandra. No pasaba un día sin que algún gilipollas le preguntara el porqué del nombre del local después de enterarse del suyo. Necesitamos a esa gente para poder sentirnos mediocres. De vez en cuando las chicas de Amelia se pasaban por ahí. Supongo que solo lo hacían en las noches flojas, porque parecía poco probable que ninguno de esos pobres diablos estuviera entre sus mejores clientes. Siempre me gustaba hablar con ellas. Me preguntaba como tenía que ser la sensación de llegar a seducir una puta. Es decir, gustarle tanto que se acostara gratis con uno. Sería como si una alcantarilla –cuando me dedicaba a limpiarlas- me gustase tanto que decidiera hacerlo gratis. Por desgracia nunca encontré ninguna alcantarilla que me gustase tanto, pero afortunadamente Jack y sus amigos me permitieron retirarme del negocio. Ellos seguían allí, y cada mano que jugábamos les hacía bajar más y más bajo por los canales del submundo.

Ese día sucedió algo diferente. Una de ellas se sentó conmigo. La invité a tomarse algo. Más por cortesía que por que esperase ser su alcantarilla favorita. Inmediatamente después le dije que no tenía dinero para gastar en ella.

        No vengo por tu dinero. Tampoco por ti.

        Todo un halago, señorita.

        ¿Conoces a un tal Ayurdi, verdad?

        ¿Es uno de tus amigos? Suele dejarse ver por casa de Jack.


        Dale esto cuando le veas –me extendió un papel doblado-. Puedes mirarme el culo cuando me vaya.

Se levantó y se fue. Yo interpreté mi papel. Luego guardé la nota en el bolsillo interior de la chaqueta, y seguí bebiendo un rato más, fijándome en la concurrencia.

Estaba ese hombre. Ese hombre con un solo ojo. Qué asco de hombre. Es de suponer que si tenemos dos cuencas es para tener dos ojos. Se dio cuenta de que le estaba mirando, y me hizo un gesto para que me acercara.

        Amigo te invito a una copa. ¿Qué tomas?

        Soy más de cerveza.

Y así, como tantas veces, empezaba la noche. Había perdido la cuenta de cíclopes que me invitaban a cervezas. Pero este era un poco más raro que los demás. Parecía estar muy habituado a su cuenca vacía, mucho más que yo. Y cuando estábamos bebiendo, los dos tan tranquilos, o por lo menos yo, dijo.

        Eh tío, ¿te has fijado alguna vez en la intimidad de una cama no hecha?

Le miré sin contestarle, esperando que lo dejara pasar y no me molestara más, pero a estas alturas ya debería saber que ninguna cerveza es gratis. El tullido siguió hablando.

        Si, verás, tú miras una cama hecha y es un mueble. Algo que podría estar en mi casa o en una tienda de muebles, expuesto en un escaparate. Es un es bloque de madera, muelles y telas al que se le supone una serie de utilidades, aunque la más evidente es la de lucir una colcha. Sin embargo una cama con las sábanas revueltas ya no es nada de eso. Es un lugar donde alguien ha estado durmiendo, alguien ha sido vulnerable, ha soñado, ha follado, ha podido ser asesinado sin darse cuenta. Si visitas a un amigo y ves su cama abierta, es probable que sientas la necesidad de no mirar. Una cama hecha, es como el armario de los trajes abierto, pero una cama abierta es como espiar a alguien por una rendija. O como su cajón de la ropa interior.

Guau. Mi tuerto favorito, sin duda. Le invité a otro trago. Necesitaba que siguiese hablando.

        Dime tío, ¿alguna vez has pensado en las relaciones 1-N?

        ¿Qué?

        Ya sabes, tú estás en un conjunto de personas. N personas. Y conocéis a otra persona. Se establece una relación de 1 a N. En estos casos es muy fácil para el conjunto recordar al nuevo individuo. Su rostro, su nombre. ¡Pero imagínate para el uno recordar a todo N! No consigo decidir si prefiero ser 1 o Nm. ¡Que locura!

        Pues mira, sí.

Había tenido bastante. Me levanté y me fui sin decirle adiós. No pareció inmutarse. Realmente tenía la duda de si había estado hablando conmigo. El tío me había desmontado por completo, necesitaba irme a casa.

Por el camino de vuelta me entretuve pisando con saña la sombra de las farolas. Sin motivo aparente me acordé de la nota que me habían dado para Ayurdi. La abrí. No se trataba de tal, sí no de un folleto. Al parecer había una empresa que te hacía crecer 5 cm por una cantidad razonable de dinero.

Decidí que volvería a beber.

8 mar 2012

Elise

 Tiempo aproximado de lectura: 2 minutos y medio.


Mírate al espejo. Pantalones, camisa ribeteada con unos tirantes, zapatos. Todo correcto. Vas a salir. Gabardina y sombrero. ¿Gafas de sol? No, por la noche no. Pero no sabes a que hora volverás, ¿verdad? No lo se, nunca he hecho esto. Cógelas. Coge las llaves. Besa a tu mujer como si no la fueras a volver a ver. Que fea es, ¿por qué la elegiste a ella? No me gusta como huele. Elise era mucho mejor ¿Recuerdas como solías imaginar el olor de sus bragas? Hasta que te invitó a sus casa para hacer juntos el trabajo de naturales. Gracias señorita Jeeves, gracias de verdad. Fuiste al baño y ahí estaban, en el cesto de la ropa sucia. Que asco, pensaste. ¿Estás listo? Lo estoy. Abre la puerta, ponte las gafas de sol. No. Está bien, te concedo esta. Baja las escaleras, sal a la calle. ¿Como podían oler tan mal? Solo tenía doce años. Que asco, QUE ASCO te dijiste. Olían igual que tus calzoncillos. No te quedes quieto, sabes a donde vamos. Camina. Ella me gustaba. Y todas las que vinieron después, ¿verdad? ¿Qué tenía ella de especial? ¿Qué tenía Elise? No pares, tenemos que llegar cuanto antes. Así me gusta, desgasta estos zapatos de maricón de quinientos dólares. ¿Sabes que con Elise nunca habrías ganado este dinero, no? No te habrías comprado estos zapatos, ni tendrías el mueble bar repleto de pequeñas joyas embotelladas. Eres un borracho Ayurdi, te bebes tu dinero. Primera noche de sexo con Elise. Sigue andando, estamos a solo dos manzanas. Te fumas tu dinero. Sabes que esos puros los han liado niños con sus manos, pero te da igual. Me das asco. Que pasa, ¿Te gustan los niños? ¿Te gustan las pequeñas manos de los niños? No claro que no. A ti ya no te gusta nada. Elise diciéndote que eres bueno, que deberías publicar tu obra. Escribes porque no tienes nada mejor que hacer, porque no sabes hacer nada. Dejaste escapar a Elise y te conformaste con tu mujer. Cállate. ¿Puedo comértela? Te dice. ¿Qué te pasa Ayurdi? ¿Qué mierdas te pasa? Ya que no eres capaz de amarla por lo menos fóllatela. Aunque no se sienta querida, por lo menos haz que se sienta deseada. Entra en el bar. Yo quiero a Elise. Ya no está. ¿Recuerdas? Elise, me obstruyes la creatividad. Elise, no me dejas volar. Elise, necesito espacio. Elise, necesito tiempo. Elise, suelta eso. Elise, no me creo que esté cargada. Hola suegra, Elise ha muerto. Pide un vaso de ginebra. Yo bebo whisky. Ya no, ahora bebes ginebra.

6 mar 2012

Caramelitos de morfina

Tiempo aproximado de lectura: 2 minutos.

Pequeña aclaración. Es probable que este cuento parezca incompleto sin la lectura previa de otros cuentos. Aunque no sea necesario, puede ser intersante leer los otros relatos con el tag 'Ayurdi' antes o después de este.


    La reacción habitual cuando uno ve a una persona sin manos es sentir lástima. La reacción habitual cuando uno se encuentra sin manos no la había vivido hasta ese momento. No se y realmente no me importa como lo viven los demás. Yo bebí. Bebí hasta que perdí el sentido y desperté en un hospital. Los hospitales son sitios donde la gente va a morir, o por lo menos a sufrir. Nadie iría a un hospital por placer. Excepto tal vez los “yonkis”. Adictos a diferentes medicamentos, a la atención –obligada- de otros seres humanos, a la compañía de seres sin nombre. Cuando desperté sentí dolor, los muñones me ardían como si miles de hormigas se hubiesen comido las manos a pequeños mordiscos y ahora se estuvieran cagando en la herida. Pero sin duda el mayor dolor fue la decepción de ver el culo de esa enfermera, ese culo joven, perfecto, y no poder tocarlo. Me daba igual todo lo demás, no me importaba

    No poder escribir bien,

    No poder cocinar,
    
    No poder saludar,

    No poder repicar un ritmo con los dedos sobre la mesa,

    No poder limpiarme el culo,

    No poder coger un vaso de ginebra.
    
    Sólo me importaba no poder acariciar ese culo.

    Estuve unos cuantos días postrado, aficionándome a la codeína que me traía la enfermera tres veces al día. De vez en cuando venía un médico a visitarme, siempre el mismo tipo vestido con bata y cabello engominado. Demasiado rico y joven para saber de que iba realmente su trabajo. Examinaba con sus dos manos mis muñones heridos y le indicaba a la enfermera que siguiera con las curas. Que hijo de puta, seguro que se la machacaba pensando en ella. Pero jamás le había puesto la mano encima, eso no; ella era mi princesa.

    Cuando salí del hospital me despedí de ella, le dije “Soy Ayurdi, el escritor, vente conmigo”. Sonrió y seguí con sus cosas. Era un caballero sin manos para poder empuñar la lanza. Por lo menos tenía dinero. Y en casa tenía, al menos, dos botellas de ginebra. Y una idea para una novela. Si, la vida a veces se porta bien.

5 mar 2012

Hola, Dídac

Tiempo aproximado de lectura: 1 minuto y medio

He tardado algo más de veintisiete años pero por fin me he acostumbrado a mi cara. No se trata de que hasta ahora me sorprendiera o asustase al mirarme en un espejo. Sabía que ese era yo, pero era más bien una cuestión de fe en la física y cierto conocimiento de la refracción y la reflexión de la luz, que de conocer a esa persona.

Pero hoy me he levantado para bajar del tren, me he puesto el abrigo, y me he visto reflejado en la ventana –era oscuro ya. Y por primera vez, al verme he pensado que ese era yo. No se ha tratado esta vez de un reflejo como hasta ahora, no, he visto una cara que me representa.

He visto el cansancio del trabajo, las entradas en el pelo, lo ojos preocupados por las entradas en el pelo, la incipiente esferificación de mi rostro –aquí he exagerado un poco, pero es cierto que he engordado últimamente-, esas gafas que no he cambiado en siete años, esas que compré cuando decidí cortarme mas de cincuenta centímetros de cabello, esta barba que me recuerda mi mas reciente episodio emocional –ellas las prefieren largas. Y lejos, parece ser. También he reconocido este bigote de la-mujer-de-la-limpieza-me-ha-perdido-la-maquinilla-de-afeitar.

Sólo he tenido unos diez segundos para verme, y para saludarme. “Hola Dídac. ¿Sabes? No estás tan mal, pero aféitate”. Luego he ido a comprar unas lonchas de pavo, una cebolla, y un pack de cerveza. Hay que ver las cosas que compra Dídac cuando está solo.

18 feb 2012

Los guisantes siempre saben a soledad


Tiempo aproximado de lectura: 1 minuto y medio

A la persona de la que voy a hablar le gusta pensar que la muerte es inminente para cualquiera de nosotros, sea cual sea el grupo de riesgo al que pertenezca cada uno. En cualquier instante posterior al actual, se puede sufrir un accidente. No cree que deba hacer un dogma de esta creencia, ni tampoco tiene consecuencias implícitas en su modo de vida, pero está ahí, es un pensamiento que a veces le sorprende, habitualmente en momentos de poco peligro, como cuando está sentado en el baño, o en la cama antes de dormir.

Recuerda la primera vez que pensó esto. Sería muy lógico creer que fue en su juventud, en el transcurso -o inmediatamente después- de una experiencia cercana a la muerte. Eso habría tenido su lógica y un fantástico toque de epifanía. Pero sólo una de las dos afirmaciones es cierta. Tenía catorce años, el pelo largo, pocos amigos, la normal afición por el onanismo y mucho tiempo libre. Estaba sentado frente a un plato de guisantes. Más concretamente estaba sentado frente a una mesa, un mantel, un par de juegos de cubiertos, dos vasos, su madre, y un plato de guisantes. En su vaso había cerveza, la única concesión de ella cuando le servía verdura para cenar. 

Vio en el plato aquellas pequeñas bolas verdes, aisladas una de otra por una piel brillante y resbaladiza. Pensó en su madre y su padre, en el agua y el aceite, pensó en aquella chica de su clase y también en la vida y la muerte. Pensó en la estadística y el azar. Cualquier cosa para evitar comerse los guisantes. Creyó entender muchas cosas. La gente, las cosas tangibles –y otras no tanto, como el tiempo-, parecían estar todas separadas por una espesa capa de identidad. Como guisantes rodamos por este pequeño plato al que solemos llamar vida, hasta que un tenedor nos pincha. Y eso puede llegar en cualquier momento, sólo es necesario que una mente adolescente decida pegar otro bocado.

2 feb 2012

Una gabardina no hace a un detective

Tiempo aproximado de lectura: 1 minuto y medio  
 
    …una gabardina no hace a un detective, me decía a mí mismo,  sino la capacidad de espiar –tal vez matar- por dinero a la mujer en la q lo gastaría por vicio. El camino hacia el club estaba siendo más aburrido de lo habitual. Sentía que la mano que narraba mi vida estaba perdiendo interés por mí. No podía culparla. Me había convertido un viejo a mi corta edad, me costaba mirar a las mujeres por encima de la clavícula. Olía a ginebra y fumaba en la ducha. Y la gente me aclamaba por ello.

    Y ahí estaba ella, tan puta, tan rubia, y tan culpable como mis zapatos viejos lo eran de mi cojera. La invité a una copa; por eso me pagaban. Te pillaré, zorra, pensé mientras pedía un par de copas y me acercaba  a su podio en la barra. Estaba rodeada de hombres, pero se fijó en mí. Era el nuevo, y sabía cómo quitarme el sombrero.

    El alcohol barato puede hacer q un hombre sea incapaz de conducir en esas curvas q llenaban un ceñido vestido. Ahí me rendí. Perdí la partida cuando mi mano tembló al acercarle su copa y me sonrió.

    Eché una mirada alrededor. En aquel club de jazz habían sustituido el aire por humo, el ruido por música y las mujeres se paseaban por mi mirada como si vivieran en ella.  Pero solo los ojos de mi acompañante podían hacer un solo en ese caos armonizado de tabaco y notas desencajadas.  De repente la noche se convirtió en un binomio de saxo y ojos fríos.

    Al final de la noche tenía toda la información para meterla entre rejas, o para llevarla a mi cama. Me juró que si se desnudaba jamás volvería a vestirse ante mis ojos. "Lo siento, princesa, otra vez será". Cogí el teléfono y marqué el número.

24 ene 2012

Don Perillón

Tiempo aproximado de lectura: 5 minutos y medio  
 
De repente te encuentras delante del espejo, desnudo, limpio y aun un poco húmedo. Tu cuerpo es más o menos  lo que esperabas que fuera. Pocas sorpresas da el espejo, especialmente cuando la rutina diaria te obliga a revisitar esa masa de carne con demasiada barriga y demasiado poco cabello. Ni siquiera te entristece ver lo alejado de la imagen que tienes delante con respecto de aquella que quisieras ver o tal vez imaginas que podrías ser, o tal vez solo hipotetizas sobre si podría ser real.

Pero después de mirarte unos segundos a los ojos -¿de verdad estos ojos de perro triste son tuyos?- y en tu camino descendente para comprobar si tu pene sigue siendo tan pequeño como ayer, te cruzas con esa maravillosa mata-de-pelo-para-filosofar, también conocida como perilla. Admiras como día a día ha ido creciendo hasta llegar a tocarte la clavícula teniendo la cabeza bien erguida, porque no, de orgullo.

Te resulta fácil de recordar aunque difícil de creer como ha llegado tu bello facial a desarrollarse hasta semejante magnitud. Hace aproximadamente un año, una mujer te comenta que la perilla cuanto más larga mejor. A las pocas semanas la perilla va creciendo y empieza el sexo. Parece una simple regla de tres: a más perilla, mas sexo. Eso se cumple durante algunos meses. La mujer te dice “me gusta tu perilla” y seguís en la cama. Puesto que en ningún momento parece gustarle ninguna otra faceta de tu cuerpo o personalidad, es lógico para ti asumir que tu único atractivo es tu bello facial, y lo has conseguido gracias a ella, que te animó a dejarlo crecer. Le das las gracias las noches que duermes solo mientras acaricias tu pelo-de-pensar. Pasado el tiempo, la perilla sigue creciendo pero disminuye el sexo. Te dices a ti mismo que algo falla, tal vez deberías empezar a usar mascarillas, pero no te lo puedes permitir, porque el aumento de caprichos de la mujer es directamente proporcional a la disminución de afecto por su parte.

Finalmente llega el día de hoy, ya no hay mujer, ni mujeres, ni cosa parecida. El espejo te da la razón en que sin perilla eres del montón. Con ella sigues siendo del montón, pero tienes una enorme perilla. Le agradeces al espejo su aprobación pero le cuentas con la mirada que aunque tengas ese maravilloso pelaje mandibular, sigues sin sexo, sin dinero, sin trabajo y sin expectativas.

Después de pedir una cerveza en un bar y sentarte tranquilamente a leer en una mesa te das cuenta de que un hombre delante de ti te está mirando fijamente. No sabes si sentirte incómodo o halagado, pero por el momento le dejas que mire: la cerveza te durará media hora por lo menos y hay un libro en tus manos más interesante que ese hombre con rastas y mirada curiosa. Piensas que seguramente está admirando tu perilla. ¿Lo hará con envidia o desprecio? Empiezas a incomodarte cuando se levanta, se te acerca, y se sienta contigo, cara a cara.

    Quiero esculpirte –dice

    ¿Perdona?

    Me gustaría esculpir la cara de mi padre en tu perilla, ¿me dejarías hacerlo?

    ¿Estas ligando conmigo?

    No. He pensado que podríamos hacerlo, exponerte en un museo, y en la inauguración afeitarte. Podríamos ganar dinero.

    Bien. Deberías haber empezado con el dinero en lugar de las miraditas.

    Lo siento, pero, ¿te interesa? No he visto perilla como la tuya.

Y así sin proponértelo acabas cediendo lo único de valor que había en ti y tu cuerpo a un loco para que cree su obra de arte.

Pasáis semanas probando diferentes gominas y productos para el pelo. Todo de las mejoras marcas. Él te cuenta que los 3 meses que tenia de alquiler los invertirá en este proyecto y supone que no te importará que viva en tu casa este tiempo. Supone mal, pero le dejas quedarse porque cocina bien.

En este tiempo tu cara se convierte en el mástil de un barco pirata, la llama de una vela, un cochinillo en un plato decorado, el anzuelo en el que ha picado un pez de pelo negro, y otras figuras que a tu juicio resultan bastante humillantes. Descubres las incomodidades de tener esculturas en el cuerpo, especialmente a la hora de dormir, o al acercarse a un panal de abejas, que al parecer, se sienten atraídas por alguno de los productos que usa tu amigo. Cuando lo descubres le pides por favor que deje de usar miel y se limite a la gomina.

Pasados dos meses te ves con la cara de un señor completamente desconocido debajo de la tuya, como un  tótem a la absurdidad de todo este proyecto. Sabes por la foto que se trata de un militar. Sabes también que es el padre de tu amigo. Y temes porque sabes que ahora viene lo peor: van a exponerte en un museo. Mientras tu compañero de piso se dedica a hacer llamadas a diferentes museos tú piensas si aquello es lo que veía esa mujer en tu perilla, a otro hombre, otro hombre que le gustaba más. Imaginas que miraba a tu perilla para no ver tu cara y poder imaginarse otra encima de esa barba. Cuanto más pelo, más espacio para su imaginación. Dudas si llamarla para invitarla a la inauguración, por lo menos así podrá admirar su creación y finalmente decides que puede ser una buena idea.

Cuelgas el teléfono y ves a tu escultor delante, mirándote, esperando para decirte algo.

    No tengo muy buenas noticias... Los museos no están preparados para una obra tan innovadora y la han rechazado en todos.  La única opción es un spot publicitario

    Espera – le interrumpes-, no vamos a seguir con el proyecto.

    ¿Por qué? Podemos recuperar la inversión.

    Ya no me interesa. Lo siento pero tienes que irte, ahora.

Te cuesta mucho menos de lo que esperabas echarle de tu casa. Te pones una bolsa para el pelo en la perilla y te pegas una ducha. Arreglas un poco la casa, enciendes algunas ramitas de incienso. Esa noche vendrá tu ex. Te ha dicho que está deseando montarse un trio con el militar de tu perilla y tú. Alguna vez tenía que ser la primera.