9 mar 2011

No hay palomitas en el teatro

Como tantos otros viernes, fue al teatro. No se trataba de un ritual, ni nada parecido, pero lo hacía todos los viernes, aunque algunos se quedaba en casa. A veces iba con amigos, amigas, la pareja del momento y otras veces iba solo, como pasó aquella noche. Le gustaba bastante el teatro, la inmediatez de la actuación, la sensación de que él –junto con el resto de público que ocupaba el local esa noche- eran los únicos que jamás verían esa función. Nunca se podría repetir de la misma manera. Ésa es la magia que comparte el teatro con la fotografía, se puede fotografiar dos veces la misma silla, pero las fotos jamás serán idénticas. Si trazamos una línea, hemos creado una dimensión; si la recortamos hasta el mínimo, conseguimos un punto con tres dimensiones. De la misma manera logran los fotógrafos y los actores de teatro reducir el tiempo hasta el instante dotando a su obra de una atemporalidad aplastante. Lo mejor del teatro era, sin duda, que el vestíbulo no olía a palomitas.

Ese viernes se sentó en tercera fila, junto al pasillo. Le habían avisado que era una obra participativa, y él odiaba que le hicieran participar, pero no encontró mejores entradas. No pasó nada durante el primer acto, sólo algunas personas de primera fila recibieron disparos de confeti. Molesto, pero poco embarazoso.

El problema llegó en el segundo acto. Sin ninguna justificación de la trama, una de las actrices bajó del escenario y empezó a preguntar a la gente por la situación más vergonzosa en la que se habían encontrado relacionada con su vida sexual. La mayoría historias eran las típicas “aquella vez que nos pillaron nuestros padres/aquella vez que nos pillaron nuestros hijos”. Bastante aburrido pero bueno, el público no cobra por actuar.

Luego vino a mí. No supe que contar. Le dije que lo más violento era no tener ninguna posibilidad de situación violenta desde hacía años. No podía dejar de mirarla. Madre mía, como hubiese querido tener una situación violenta con ella. Ahí mismo, delante de las 199 personas del público. Cuando se apartó de mí para volver al escenario, deslizó lo que parecía un trozo de papel en el bolsillo de la americana. “Luego lo leeré”, me dije. Para mantener el misterio. También para poder mirarle el culo mientras se alejaba.

La obra en general me gustó bastante. Salí a la calle, entré en un bar, pedí algo de beber. Literalmente. Le dije al camarero “Ponme algo de beber”. El camarero me sirvió algo. Algo resultó ser una bebida con mucho alcohol.

Desperté en mi casa. Bien. Recordaba la obra de teatro del día anterior. Genial. Recordé incluso que una atractiva actriz me había deslizado un papel en el bolsillo de la americana. En el papel había un número de teléfono. Cogí mi móvil y marqué el número. Contestó una voz dulce, mucho más despierta que la mía. Una voz de mujer.

    Hola.

    Hola, ¿sabes quién soy?

    Claro, compré este teléfono ayer. Eres el único que lo tienes.

    Dime, princesa, ¿qué quieres que haga con este número?

    No te hagas ilusiones. Necesito ayuda. Y tu parecías suficientemente desesperado como para ayudarme sólo por poderme mirar las tetas. Aunque no lleve escote.

    Me calaste.

    ¿Me ayudarás?

    Sí, claro. ¿Cuál es el problema?

    Estoy retenida contra mi voluntad. Me obligan a actuar en esa obra de mierda 5 noches a la semana. Yo en realidad soy contable. No sé qué hago aquí ni para qué me quieren, pero no me puedo largar.

    Perdona que sea un poco incrédulo, pero me cuesta entender que una secuestrada pueda salir a la calle, hacer cuantas llamadas de teléfono quiera e incluso probablemente, encargar algo para cenar.

    ¿Puedes venir a mi piso? La dirección es…

Me apunté la dirección en un papel, me vestí, luego me quité la ropa, me duché y me volví a vestir. No parecía que fuese muy urgente el problema. Salí a la calle, entré en el metro y en veinte minutos estaba llamando a su timbre.

Me abrió la puerta vistiendo un pijama. Nada sensual, un pijama de los que usan las mujeres para dormir cuando están solas. Aun así tenía razón. No pude evitar mirar cuarenta centímetros al sur de sus ojos.

    Siéntate.

Obedecí. Le pedí que me contara el problema. Bebió un trago de su copa -¿de dónde había salido?- y empezó a hablar.

    Hace unos días estaba aquí, en mi casa, y llamaron a la puerta. Abrí y me encontré a un hombre enorme. Era una mole. Y me saludó. Tenía una ridícula voz de pito. Tal vez sólo estoy exagerando su tamaño pero la voz sonaba como una bisagra que ya no quiere abrirse. Sólo pude fijarme en eso y en sus brazos, que terminaban en lo que imaginé que eran dos muñones. Los llevaba cubiertos con unas vendas ensangrentadas. Empezó a hablar.

   
    Necesito que me ayude. Ayer me corté las manos con una guillotina para cortar papel. Necesito…

    ¿Un chute?

    No, tienes que escribir lo que yo te dicte.

    ¿Por qué iba a hacer eso?

    Me he cortado las dos manos a mí mismo, ¿qué crees que sería capaz de hacerte a ti?

    Bueno está bien – cogí el papel para notas de la mesita al lado del sofá- ¿Qué necesitas que apunte?

    Necesitarás bastante más papel. Vamos a escribir una obra de teatro.

    ¡Pero qué dices!

    Lo harás si no quieres que te pase nada.


    Por alguna razón le creí y me asuste. Él empezó a dictar, yo a escribir. Tardamos pocos días en tener la obra escrita. Yo no soy muy aficionada al teatro, pero la verdad, era bastante absurda. Cuando terminé, me encaré con él.


    Aquí tienes tu estúpida obra.

    Esto no ha terminado, ahora tienes que representarla.

    ¡No voy a hacer eso! Tengo una vida, y pretendo seguir con ella.

    Olvídate de eso. Voy a conseguir un teatro, y un grupo de actores. Vais a representar esta obra y cada noche, escribiremos lo que ha sucedido en el teatro.

    ¿Estás loco? ¿Cada noche escribir lo mismo?

    Nunca será lo mismo. El teatro consigue reducir el tiempo hasta un instante de modo que….

    Ya ya, eso ya lo he leído en alguna parte, ahórrate el rollo.



    No sé qué hizo para convencerme, pero lo consiguió. Tal vez fuera hipnosis, tal vez me drogara, no lo sé. El caso es que dejé mi trabajo y empecé a actuar. La obra va bastante bien, sacamos dinero. Pero me siento atrapada.

    ¿Por qué no te largas sin más? Si tienes miedo de él, vete a otro país.

    No puedo, hablando con él, es como si aquel hombre no estuviera dentro de su cuerpo, como si el cuerpo estuviera vacío. Creo que de alguna manera, ha llenado su cuerpo conmigo.

    Entonces, ¿Qué puedo hacer por ti?

    Nada

Me abrazó, y se puso a llorar. Fuimos al dormitorio y terminamos, como pasa viendo una mala película, dormidos antes de empezar la acción.

Al día siguiente, de camino a casa, compré el periódico. Una vez puestas mis zapatillas, me preparé un café y me senté en el sofá a leerlo. En la sección de cultura había una crítica sobre la obra de teatro que había ido a ver el viernes. La firmaba un tal Ayurdi. Qué gran hijo de puta, pensé.

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