18 feb 2012

Los guisantes siempre saben a soledad


Tiempo aproximado de lectura: 1 minuto y medio

A la persona de la que voy a hablar le gusta pensar que la muerte es inminente para cualquiera de nosotros, sea cual sea el grupo de riesgo al que pertenezca cada uno. En cualquier instante posterior al actual, se puede sufrir un accidente. No cree que deba hacer un dogma de esta creencia, ni tampoco tiene consecuencias implícitas en su modo de vida, pero está ahí, es un pensamiento que a veces le sorprende, habitualmente en momentos de poco peligro, como cuando está sentado en el baño, o en la cama antes de dormir.

Recuerda la primera vez que pensó esto. Sería muy lógico creer que fue en su juventud, en el transcurso -o inmediatamente después- de una experiencia cercana a la muerte. Eso habría tenido su lógica y un fantástico toque de epifanía. Pero sólo una de las dos afirmaciones es cierta. Tenía catorce años, el pelo largo, pocos amigos, la normal afición por el onanismo y mucho tiempo libre. Estaba sentado frente a un plato de guisantes. Más concretamente estaba sentado frente a una mesa, un mantel, un par de juegos de cubiertos, dos vasos, su madre, y un plato de guisantes. En su vaso había cerveza, la única concesión de ella cuando le servía verdura para cenar. 

Vio en el plato aquellas pequeñas bolas verdes, aisladas una de otra por una piel brillante y resbaladiza. Pensó en su madre y su padre, en el agua y el aceite, pensó en aquella chica de su clase y también en la vida y la muerte. Pensó en la estadística y el azar. Cualquier cosa para evitar comerse los guisantes. Creyó entender muchas cosas. La gente, las cosas tangibles –y otras no tanto, como el tiempo-, parecían estar todas separadas por una espesa capa de identidad. Como guisantes rodamos por este pequeño plato al que solemos llamar vida, hasta que un tenedor nos pincha. Y eso puede llegar en cualquier momento, sólo es necesario que una mente adolescente decida pegar otro bocado.

2 feb 2012

Una gabardina no hace a un detective

Tiempo aproximado de lectura: 1 minuto y medio  
 
    …una gabardina no hace a un detective, me decía a mí mismo,  sino la capacidad de espiar –tal vez matar- por dinero a la mujer en la q lo gastaría por vicio. El camino hacia el club estaba siendo más aburrido de lo habitual. Sentía que la mano que narraba mi vida estaba perdiendo interés por mí. No podía culparla. Me había convertido un viejo a mi corta edad, me costaba mirar a las mujeres por encima de la clavícula. Olía a ginebra y fumaba en la ducha. Y la gente me aclamaba por ello.

    Y ahí estaba ella, tan puta, tan rubia, y tan culpable como mis zapatos viejos lo eran de mi cojera. La invité a una copa; por eso me pagaban. Te pillaré, zorra, pensé mientras pedía un par de copas y me acercaba  a su podio en la barra. Estaba rodeada de hombres, pero se fijó en mí. Era el nuevo, y sabía cómo quitarme el sombrero.

    El alcohol barato puede hacer q un hombre sea incapaz de conducir en esas curvas q llenaban un ceñido vestido. Ahí me rendí. Perdí la partida cuando mi mano tembló al acercarle su copa y me sonrió.

    Eché una mirada alrededor. En aquel club de jazz habían sustituido el aire por humo, el ruido por música y las mujeres se paseaban por mi mirada como si vivieran en ella.  Pero solo los ojos de mi acompañante podían hacer un solo en ese caos armonizado de tabaco y notas desencajadas.  De repente la noche se convirtió en un binomio de saxo y ojos fríos.

    Al final de la noche tenía toda la información para meterla entre rejas, o para llevarla a mi cama. Me juró que si se desnudaba jamás volvería a vestirse ante mis ojos. "Lo siento, princesa, otra vez será". Cogí el teléfono y marqué el número.