Me desperté sobresaltado por una erección considerable. Bueno, realmente lo
que me sobresaltó fue el despertador, pero la erección viene a cuento de lo que
acababa de soñar. Paré la máquina que tenía a mi lado. No os preocupéis, no se
trataba de ningún tipo de respirador artificial, ni monitor de constantes
vitales, ni nada por el estilo. Era mi único, mejor, y completamente
revolucionario invento: una máquina de grabar los sueños. Esa pequeña joya de
mi creación era capaz de monitorizar y grabar cada una de las imágenes que
nuestro degenerado cerebro puede generar mientras dormimos, y almacenarlas en
un soporte magnético. Por desgracia, se trataba de una cinta de formato Betamax,
razón por la que mi máquina no me produjo ningún beneficio. Además, tampoco
tenía un reproductor que funcionara con ese formato.
Esa es la razón por la que me pasaba entre una y dos horas en cada jornada
laboral buscando por internet una de estas antiguallas. “¡Que cojones! ¡Si
consigo sacar todo esto de mi cabeza habré creado un nuevo y definitivo tipo de
porno!” – Me decía. Pero nunca había suerte. Cuando encontraba a alguien
dispuesto a vender un video beta, siempre acababa siendo un fraude. O me
traían un maldito VHS –alegando que eran
la misma cosa- o directamente se presentaban en aquél callejón de mala muerte
con los pantalones por la rodilla. Al parecer, “beta”, tenía algún significado
extra en la comunidad gay de la ciudad. La jodida era digital.
Pasaron un par de años y yo seguía fiel a mi ritual. Me duchaba, cenaba
algo, me metía en la cama, ponía una cinta en la máquina, me masturbada –sin
terminar siempre- y me quedaba dormido. Lo de no terminar es porque tenía la
teoría de que mi cerebro haría el resto del trabajo durante la noche, y así la
máquina podría grabarlo. Como descubriría unos meses más tarde, no funcionó.
Finalmente llegó el día en que sonó el teléfono -no recuerdo porque estaba
en casa. Debería haber estado en el trabajo, pero estaba en casa- y una voz de
color gris me dijo “Tengo lo que buscas”.
Era improbable que me estuviera ofreciendo un amor real y desprendido, o una
suma de dinero incalculable, así que bien, tenía mi reproductor beta. Si la voz
hubiese sido amarilla, o tirando a verde, habría dudado de las palabras de ese
individuo. Al fin y al cabo, después de tantas decepciones, habría sido lo más
normal. Pero esa voz era gris. Una voz de ese color no miente ni promete.
Simplemente suelta verdades después de haberlas desgastado un poco con un
rallador de tomate. Me dio una dirección, y me dijo que preguntara por Ayurdi.
Mañana, a lo largo del día, pero no antes de las doce. Hasta las doce estaba
con las chicas.
Me desperté antes de las nueve. “Las chicas”, resonaba en mi
cabeza. ¡Qué cabrón! Pero poco importaba si me podía proporcionar el
reproductor de video. Cuando lo tuviera, sacaría el material de todas esas
cintas y me forraría con él. El ir y venir de chicas no pararía nunca en
mi casa. Desayuné una cerveza. Me encanta la cerveza. Si no fuera porque los
médicos aseguran estar convencidos de que es necesario beber agua, bebería
únicamente cerveza. También está el tema del alcoholismo, pero se podría decir
que eso es un efecto secundario del buen humor, como su inevitable
consecuencia, la cirrosis hepática.
Una vez vestido, me fijé bien en la dirección, y la busqué en internet. Era
la dirección de uno de los mejores hoteles de la ciudad, en el centro. Tardaría
poco más de treinta minutos en llegar hasta ahí, así que decidí ir hacia allí y
tomar un café en la cafetería del hotel. Con un poco de suerte, vería a las
chicas.
La recepcionista me indicó que efectivamente el señor Ayurdi se hospedaba
ahí con una preciosa voz azul. Son esas voces que, carentes de gravedad, se
deslizan por el aire en línea recta, transmitiendo un mensaje claro y con buen
olor. No obstante, no podía darme su número de habitación hasta las doce. Así
lo había expresado él.
¡Cuántas voces marrones había en la cafetería! Estas voces de tonos y
mensajes confusos, sin relevancia alguna siquiera para los interlocutores. Las
voces marrones solo sirven para decir cosas como “Hoy va a llover” o
“¿Has
visto como se desplomado el índice Nikkei 225”? Me agobiaban
tanto que me puse los auriculares y me puse algo de música. No perdía de vista
ni un momento las puertas del ascensor. En algún momento saldrían de ahí un
grupo no menor de dos chicas bien vestidas, bien maquilladas, y esa sería mi
señal para reunirme con el señor Ayurdi. A las once y cincuenta y ocho minutos
aparecieron. Fue fácil distinguirlas. Eran tres. Eran increíbles. Jodido
Ayurdi, que suerte tienes.
Volví a acercarme a recepción, y a unos pasos del mostrador, la chica que
me había atendido antes ya había cogido un papel y un bolígrafo para apuntar
algo. Antes de que pudiera siquiera saludar, ya me había entregado el papel con
un número de habitación. Vestíbulo, ascensor, pasillo, toc-toc, “pase, por favor”.
La habitación era muy grande, y estaba sorprendentemente ordenada para lo
que -suponía- acababa de pasar ahí. Ayurdi, con las manos siempre en el
bolsillo de su bata, se sentó en una butaca y sin decir nada dirigió su mirada hacia
la mesa. Ahí estaba: un fantástico reproductor de video beta que parecía
completamente nuevo. Me sentí transportado a los ochenta, pero sin toda esa
ropa y música hortera.
¿Cuánto
quiere por ella?
No quiero
dinero.
(…)
Necesito que me hagas un favor. Luego podrás quedártela.
La voz de Ayurdi era completamente negra. Por un lado era imposible ver a
través de sus palabras; por otro, daba la sensación que los oídos de uno se
iban ensuciando a medida que escuchaba. Recordé que por teléfono había sonado
gris. Supongo que el ancho de banda de la línea telefónica no es suficiente
para transmitir según qué matices. Un
favor. En mi mundo la gente sólo pide dinero a cambios de las cosas y los
servicios. Únicamente en las películas se venden favores. En cualquier
caso, me sentía tan fuera de mi ambiente que bien podría estar fuera de mi
realidad. Resulta curiosa la percepción de la realidad. Es como estar dentro de
un globo aerostático. No digo en la cesta, sino en el propio globo. A medida
que van pasando los años, el globo se hincha, y tenemos más volumen de
realidad. No deja de ser una especie de vacío relleno de aire y otras
partículas, pero la gente lo llama realidad. Poco a poco vamos aprendiendo a
movernos en ese espacio y vamos poniendo nombres a las partículas en
suspensión. Algunas de esas partículas, o alguna extraña brisa dentro del globo
nos resultan tan curiosas que hasta nos encariñamos con ellas, pero la verdad
es que seguir con la mirada una brisa dentro de un globo aerostático resulta
bastante complicado. ¡Imaginad retenerla entre los dedos!
Entrar en la habitación de aquel tipo fue como si alguien hubiese reventado
mi globo. Mis partículas de realidad escampaban en todas direcciones. Y no hubo
manera de retenerlas. Estaba claro que la única opción era aprender a conocer
esta nueva burbuja en la que estaba, pero no iba a resultar tan fácil, porque
este aire estaba lleno de cristales flotando.
De todo esto me daría cuenta más tarde. La verdad es que en ese momento,
sólo podía pensar en dos cosas: mi reproductor betamax, y que ese tío
contrataba a las putas de tres en tres.
¿De qué
se trata? – Pregunté. Creo que se notó la suspicacia en mi cara. Él se rió.
¡No te
preocupes hombre! No voy a pedirte que mates a nadie. Si no quieres, claro.
Sólo necesito de ti que entregues un mensaje. El sobre está ahí, al lado de tu
cacharro.
El número de películas que empezaban así era incontable. Tío raro pide un
favor aparentemente sencillo, y chaval inconsciente promete cumplirlo pensando
que se va a hacer rico. Chaval inconsciente se mete en un montón de líos.
Chaval inconsciente no consigue lo que había acordado, pero consigue a la
chica. A la mierda, yo quiero mi reproductor. Ya no soy ningún chaval.
Acepto –
Respondí – Deme los detalles e iré para allá ahora mismo.
No era un tipo muy dado a conversaciones, por lo que pude ver. Daba igual,
me indicó una dirección, y me dio treinta euros para un taxi.
No hace falta que preguntes por nadie -me avisó- Llama la puerta, entrega
esto a quien te abra y vuelves aquí.
Empezaba a mosquearme bastante ese favor. Sobres sorpresa para
personas sorpresa en direcciones desconocidas. “No, te preocupes, sabré si
lo has hecho bien”, era lo último que me había dicho antes de que cerrara
la puerta de su habitación.
Pasillo, ascensor, recibidor, “¡Taxi! A esta dirección, por favor”,
toc-toc -¡siempre toc-toc! ¿Es que las puertas no pueden sonar de otra
manera?-, “¿qué quiere?”, “Tenga, adiós”, “¡Taxi!
Al hotel A, por favor, vestíbulo,
ascensor, pasillo, ..., ..., toc-toc.
Vengo por mi reproductor.
Sonrió, me dio las gracias y señaló con el mentón el reproductor. Lo cogí y
cerré la puerta detrás de mí. Así de fácil. No podía creer que estuviese a
punto de visionar mis sueños de los últimos meses. Pasillo, ascensor,
vestíbulo, metro, "próxima parada", mierda donde están las
llaves, cables y conectores, play.
Mientras rebobinaba la cinta, se me pasaron por la cabeza todas las escenas
que me imaginaba que se habrían grabado. Se me puso dura con sólo pensarlo. La
cinta término de rebobinar con un click. Ansioso, pulsé el botón de
reproducción. Efectivamente, era un plano fantástico. La pantalla estaba llena
de piel con el bello erizado, y los gemidos llenaban el aire de mi globo
aerostático. En ese video, yo era un dios. Era el dios al que esa jovencita de
caderas perfectas había rezado toda su vida para que la follara, y al fin le
había concedido su deseo.
Como espectador impaciente, empecé a desear fervientemente verle la cara
-estaba de espaldas- a la encarnación del placer que era esa chica en la
pantalla. ¿Con quién había sonado? ¿La conocía? Me voy a forrar con este
invento. Todos los hombres y mujeres querrán uno. ¿Por qué no se da la vuelta?
Mierda tengo que verle la cara. Tengo que encontrarla y decirle que tenemos que
hacer lo que está en el video.
Al final de la escena yo soltaba su pelo, me separaba de ella satisfecho y
me tumbaba a su lado. Ella aún seguía con las rodillas y los codos sobre la
cama, así que pude ver claramente su cara. La conocía, hacia pocas horas
le había entregado un sobre cerrado.